Fiestas clandestinas
Fiestas clandestinas, por Andrés González Arias.
Aquí en Querétaro comenzaron con la pandemia, precisamente cuando por esta, diversos antros cerraron por disposición sanitaria.
Pero se siguen haciendo. clandestinas, clandestinas, clandestinas, clandestinas, clandestinas, clandestinas, clandestinas
Porque no hay fines de semana que no se realicen, ya sea en casas rentadas o en salones, los lugares varían de una semana a otra.
La semana antepasada cancelaron al menos cuatro de estas fiestas.
Son reuniones de jóvenes cuyas edades van desde los 14 a los 21 años, de ambos sexos o jóvenes no binarias que acuden a divertirse. Las invitaciones comienzan a correr por WhatsApp durante el mismo día en que estas fiestas tienen lugar. Son, en algunos casos, chats ya armados.
Y se corre la voz.
La mayor parte de estas inician cuando comienza la noche, a eso de las ocho, pero se extienden muchas de ellas hasta la madrugada.
No necesitan derecho de admisión. El precio de acceso universal, va desde los 50 pesos y hasta los 250.
Los “organizadores” son los que arman todo.
Adentro se ubica un DJ y abundan las luces de colores llevadas por el propio DJ.
A un costado se encuentra la barra, lugar en donde se ofrecen a discreción bebidas alcohólicas y que van desde cervezas, brandys, tequila o whisky. Los precios varían según “lo que pida el cliente”. Ahí está la mayor ganancia para los organizadores y no tanto en la cuota de acceso.
Casi no hay mesas pero si bastantes sillas, ya sea cerca de la barra o pegadas a la pared.
Y por supuesto, cero vigilancia.
En algunas de estas fiestas, personas adultas revisan a la entrada superficialmente a los jóvenes. En otras, ni eso. Pagan y van pa’dentro.
Pero hay más.
Además de las bebidas embriagantes, hay jóvenes que se mezclan entre los muchachos y hacen contacto personal con ellos, solos o en grupos. Les ofrecen brownies –pastelitos – con marihuana. De su comportamiento, nadie se hace responsable.
El número de asistencia es muy variado y depende de la amplitud del lugar, pero oscila entre los 100, 200 y hasta los 300 jóvenes.
Y por supuesto – por eso se denominan “clandestinas”– no cuentan con ningún permiso para su realización, mucho menos para la venta de alcohol. De los brownies, ni se diga.
La venta de alcohol se hace por copeo o por botella y cuyo precio varía según la marca.
Cuando llegan las clausuras – que son frecuentes – no hay corredero de jóvenes, ni nada por el estilo. Los “policías” piden hablar con el encargado de la fiesta para solicitarle el “permiso oficial”, y claro que no lo tienen. Ahí comienzan los arreglos. Lo primero que les dicen es que “la fiesta se va a clausurar por no contar con el permiso oficial”. Preguntan si es de 15 años, boda o bautizo. Pero nada hay de eso.
-“Es la casa de un amigo, que nos invitó”.
–“Queremos hablar con los papás”.
-“No están, salieron de la ciudad”.
Y empiezan los arreglos. El mismo derecho de entrada – que va de los 50 a los 250 pesos – permite llegar a algún acuerdo.
“Vamos a entrar” les dicen a los encargados. “¿Qué pasó jefe? Vamos a arreglarnos. Es más, ya están por retirarse los muchachos. Déjenos solo media hora en lo que los desalojamos”.
¿Quién meterá orden a estas “fiestas clandestinas”? Y mire usted que es fácil investigar – si se quiere – quién es el dueño de la casa que se renta y donde se realiza la “fiesta”. Ahí no lo dan pero sí se tiene en el Registro Público de la Propiedad. Lo mismo los salones.
Hasta ahora no se han tenido – por fortuna – escándalos ni desgracias mayores, pero donde hay música y alcohol – y si abundamos, marihuana – los resultados suelen ser impredecibles.
Y también se hace necesario que se vigile el actuar de los guardianes del orden y la seguridad.
A los padres de familias se les recomienda que les pidan a sus hijos, la dirección en donde van a estar, con quién o quiénes van a estar, a qué hora llegan y cuál es el motivo de la fiesta. O de plano, negarles el permiso.
De eso si somos responsables los padres de familia.
Andrés González Arias
Periodista de toda la vida, egresado de la escuela Carlos Septién García, catedrático en la Universidad de Guanajuato, analista político en radio y prensa escrita, además de Premio Estatal de Periodismo en el 2000.
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