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¡La última y nos vamos!

¡La última y nos vamos!

El Jicote. Por: Edmundo González Llaca

Me reclaman mis estimados lectores cautivos, casi todos mi amigos, que no puedo dejar sin terminar mis recomendaciones en relación con la última frase que diremos, ya en el umbral entre la vida y la muerte. Mi recomendación es que la última que se pronuncie debe ser breve, por las siguientes tres razones: La última, La última, La última, La última, La última

Primera, aunque pueda haber la posibilidad de que nos cambiemos de zona postal, haciendo unos ruidos horribles: grr, agh.. también acariciemos la esperanza de que el último suspiro nos regale la posibilidad de pronunciar algunas palabras.

En este caso, debemos cuidarnos de no ser sorprendidos por la muerte en una amplia parrafada, perdiendo toda oportunidad de celebridad histórica por incoherentes o aburridos; segunda razón, los testigos, al observar que nos estamos echando un «rollo» larguísimo, se pueden ir y nos quedamos más solos que un acto de la Sheinbaum, sin acarreo; y tercera, tenemos que ser breves, pues siempre hay el riesgo de que un insolente nos interrumpa, como le pasó a Luis XVI en el patíbulo que, al decir: «¡Franceses! Muero inocente. Perdono a los autores de mi muerte y ruego a Dios que mi sangre no caiga sobre Francia».

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Iba agregar algo más, pero el verdugo le interrumpió: «No os he traído aquí para lanzar peroratas, sino para morir». ¡Y zas! Calló la guillotina

María Antonieta, al subir al cadalso, pisó involuntariamente al verdugo y dijo a quién momentos después le cortaría la cabeza: «Pardon, monsieur». En el patíbulo, mientras la muchedumbre gritaba «libertad», arrancó un pedazo de papel rojo que adornaba la guillotina, lo mojó con saliva, coqueta se pintó los labios y gritó: «¡Libertad! ¡Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.

Mata-Hari, la célebre espía y bailarina, al atarla al poste frente al pelotón de fusilamiento, señaló: «No es el público al que estoy acostumbrada. Pero haré lo posible para que el último espectáculo sea el mejor»

Si a usted le gusta el buen humor, buenos ejemplos son el de César Augusto, que preguntó dirigiéndose a quienes lo rodeaban: «¿Os parece que he representado bien mi papel en la comedia de la vida?». Todos dijeron que sí. «Aplaudid pues». Y murió en medio de una ovación. Nerón, ya moribundo, exclamó modestamente: “¡Qué gran artista pierde el mundo!». Oscar Wilde agonizaba mientras sus amigos discutían sobre quién pagaría los gastos del entierro, de improviso abrió los ojos y manifestó:»Muero muy por encima de mis medios». Y Alberto Llanas, un autor festivo catalán, en su lecho de muerte se tomó las manos, se dio un apretón y dijo:»Adiós Llanas».

Álvaro Obregón siempre es citable, justo en la actual circunstancia de Guerrero. En varias ocasiones estuvo en la mira de Francisco Villa quien tuvo la posibilidad de mandarlo fusilar. Un periodista le preguntó que si no había tenido miedo a los arranques criminales del Centauro. Obregón comentó: “¿No ha estado usted en una tormenta en el desierto? A las doce del día se oscurece como si fueran las doce la noche. ¿No ha estado en un maremoto en Cuyutlán? Son olas del tamaño de un edificio. Mire mi amigo periodista, cuando uno conoce la furia de la naturaleza, resulta sin importancia la ira de los hombres”.

MI amigo Roberto Calleja me aporta las últimas frases de Obregón. Estaba en un banquete y degustaba, según algunos historiadores, un mole; sus últimas palabras fueron las de un goloso: “¿No habrá frijolitos?”. Cuando José de León Toral le disparó por la espalda.

La última

Tengo especial predilección por Dantón, quien dirigiéndose al verdugo, habló desdeñoso: «Enseña después mi cabeza al pueblo. Y que así escarmienten en cabeza ajena». Rousseau, en plena congruencia con su vida llena de amor a la naturaleza: «Abrid la ventana, que pueda, una vez más, ver al sol».

Admiro la profundidad de las palabras de Torcuato Tasso, que aún agonizando reconocía: «Si no fuese por la muerte, no habría en la Tierra un ser más mísero que el hombre». Por último, las de mi abuelo, claras, precisas y valientes: «Dile a los doctores que me dejen en paz. Esto, ya se acabó». ¿Qué diremos usted y yo querido lector? Los invito a pensar.

 

 

 

Edmundo-Álvarez-Llaca

 

El Jicote, por Edmundo González Llaca.

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